Curiosidades.
Y por supuesto Medina y Arévalo no podían faltar.
Por Julio Escobar, autor arevalense nacido en 1901 y fallecido en 1994.
Fuente: El Ruedo, semanario gráfico de los toros. Año XI Número 507. 11 de marzo 1954.
Lo transcribimos de la mejor manera que hemos sido capaces para que no os dejèis los ojos en el intento.
Debió de ser el 24 de junio de 1494. Unos días antes, hallándose los Reyes Católicos en el Castillo de la Mota, de Medina del Campo, o en el palacio que los soberanos tenían en uno de los ángulos de la Plaza Mayor medinense, junto al Arco y cerca de las Casas Consistoriales, ya desaparecido, que fue donde expiró doña Isabel el día 26 de noviembre de 1504, en el año treinta de su reinado y a los cincuenta y tres años de su edad, decidieron los soberanos trasladarse a Madrid, acompañados de sus hijos mayores, Isabel y el príncipe don Juan.
El itinerario que entonces siguió la calzada era el siguiente: Medina del Campo, Ataquines, San Vicente, Palacios de Goda, Arévalo, Santa María la Real de Nieva, Segovia, la Fuenfría, vertiente meridional del Guadarrama y, por fin, la que sería después capital de España. Era un camino polvoriento y lleno de baches, entre tierras de labrantío y algún que otro pinar, robledal o encinar, con algún mesón o venta en descampado, para amparo y descanso de viajeros y acémilas. Los reyes irían en carro tirado por mulas, con el debido acompañamiento de caballeros y servidumbre. La primera detención del cortejo real fue en Arévalo, donde hallábase sumida en penumbrosa melancolía la reina madre, es decir, doña Isabel, viuda del serenísimo señor don Juan II de Castilla, acompañada de la que fue ama del príncipe, ambas recluidas en la fortaleza arevalense, asentada en el espolón norteño de la loma, donde engalga su caserío la Ciudad ilustre, bien encrestada de torreones y campanarios, sobre la altura mallar y descarnada, en cuyo fondo de alamedas y verguillas, el breve caudal del Arevalillo se entrega de lleno en la corriente del Adaja, que viene de Ávila y va a tierras de Olmedo, para morir, poco después, en el propio Duero, no sin antes decir el río más castellano:
«YO soy el Duero
que de todas las aguas bebo,
menos del Adaja,
que me ataja.»
Refiere el historiador Fernández de Oviedo, al tratar de este viaje, que «en el trayecto de Medina a Arévalo fue tan asfixiante el calor y tan escasa la previsión de los aposentadores, que dos mozos de espuelas y un negro de la servidumbre del mayordomo mayor de la reina se abrasaron de sed en el camino.» Mucha y fuerte canícula sería aquella para producir tan graves males, y eso que no había finalizado aún el mes de junio, que no es, ni mucho menos, el mes más fuerte de calor en Castilla, sino de Virgen a Virgen, es decir, de mediados de julio a la mitad de agosto.
El príncipe celebró en Arévalo su onomástica de aquel año, y para festejarle, y sabiendo los gustos y aficiones del que había venido al mundo en Sevilla y hacía honor a su nacimiento, se organizó una corrida de novillos en la Plaza Mayor de la Villa, al amparo del ábside románico de Santa María la Mayor, las Casas Consistoriales, las torres gemelas de San Martín y tres lados de soportales corridos, sobre los cuales sacaban el pecho, bien alineadas, casas de hidalgos, labradores y artesanos, fieles súbditos unos y otros de la reina madrileña, rosada como el alba, con cabellos del color de los trigales maduros y unos ojos entre celestes y marinos, que reflejaban miradas rientes y triunfadoras.
Al dar cuenta de esta novedad, un testigo de la época refiere que los toros eran de Camposquillo y muy bravos, y que dieron muerte a dos lidiadores y a tres o cuatro caballos.
Como en esta plaza arevalense de la Villa se celebraron novilladas hasta finales del siglo pasado, trasladándose después el Coso taurino a la plaza del Real, y posteriormente a la del Arrabal, que es donde hoy todavía tienen lugar durante la feria de junio, merece la pena señalar las pocas corridas dadas en el campo de los Descalzos, y si, en cambio, lamentar la desaparición de la Plaza de toros que frente al antiguo parador y antes convento de San Francisco, evitó durante algunas anualidades el espectáculo duro y cruel de las capeas, aunque, por otra parte, sea un exponente sintomático de los desbarajustes singulares de nuestra raza, suponemos que el toril estaría en la plaza anexa, desde donde desciende el callejón que va a dar al matadero, y que el encierro iría por San Martín y San Nicolás, o bien, desviando las reses por San Miguel.
Lo cierto es que Isabel la Católica, al ver aquellas desgracias, donde perdieron la vida personas y animales, «sintió muda pena de ellos». Y según el historiador, «y quedando congojada, de allí a pocos días, mandó correr otros toros en la misma Arévalo, para ver si sería provechoso lo que tenía pensado. Mandó que a los toros, en el corral, les encajasen o calzasen otros cuernos de bueyes muertos, y que así puestos se los clavasen, para que no se les pudiesen caer los postizos, y como los injertos volvían los extremos y puntas de ellos sobre las espaldas del toro, no podían herir a ningún caballo ni peón, aunque les alcanzasen, sino darles de lleno, y no hacerles otro mal.»
El duque de Maure, que también se ocupa de este singular episodio en su obra «El príncipe que murió de amor», muy digna, por lo bien escrita, de alabanza, añade que la parodia taurina debió de contrariar sobremanera a don Juan, harto mortificado ya por la ausencia de Juana de la Torre, su ama.
De lo que uno no está muy seguro es de que algún lector, reparando con cierto detenimiento en el truco que doña Isabel la Católica inventó para esta corrida en Arévaio, dándose una palmada en la frente, no diga con rebote estimulante: «iCuernos! iDoña Isabel era un genio precursor.
¿Por que no se nos ocurre ahora, que tanto hablamos y pensamos para hacer cada vez más inofensivos a los toros, encajarles cuernos en los suyos propios de bueyes muertos en el matadeo municipal?
Cierto que el heredero de la corona de Castilla y Aragón sintió mucho malestar con semejante
farsa, y que, bajo su palio de seda y oro, que sombrearia la balconada de su palco, al lado de los reyes, sus padres, y entre duques, condes y grandes señores, caballeros y damas, dando frente a la masa popular aglomerada en ventanales
balconcillos y tablados sentiria fuertes y briosos deseos de proclamar a gritos la condenación de aquella majiganga. Pero si lo pensamos con algún detenimiento, hogaño no tendria muchos detractores de esta calidad la parodia arevalense, y más de cuatro lidiadores saltarian gozosos ante la posibilidad de acatar y poner en práctica aquella idea de la mas fiel y mejor soberana que gobernó España, a la que dio tanta honra y provecho.
Publicación dedicada a nuestros amigos Jose Antonio Cesteros y Marcelino de Castro por apoyar siempre nuestras publicaciones.
Curiosidades.
LOS PRIMEROS TOROS EMBOLADOS CORRIDOS EN ESPAÑA FUERON POR MANDATO DE ISABEL LA CATÓLICA ¡Casi ná!
Y por supuesto Medina y Arévalo no podían faltar.
Por Julio Escobar, autor arevalense nacido en 1901 y fallecido en 1994.
Fuente: El Ruedo, semanario gráfico de los toros. Año XI Número 507. 11 de marzo 1954.
Lo transcribimos de la mejor manera que hemos sido capaces para que no os dejèis los ojos en el intento.
Debió de ser el 24 de junio de 1494. Unos días antes, hallándose los Reyes Católicos en el Castillo de la Mota, de Medina del Campo, o en el palacio que los soberanos tenían en uno de los ángulos de la Plaza Mayor medinense, junto al Arco y cerca de las Casas Consistoriales, ya desaparecido, que fue donde expiró doña Isabel el día 26 de noviembre de 1504, en el año treinta de su reinado y a los cincuenta y tres años de su edad, decidieron los soberanos trasladarse a Madrid, acompañados de sus hijos mayores, Isabel y el príncipe don Juan.
El itinerario que entonces siguió la calzada era el siguiente: Medina del Campo, Ataquines, San Vicente, Palacios de Goda, Arévalo, Santa María la Real de Nieva, Segovia, la Fuenfría, vertiente meridional del Guadarrama y, por fin, la que sería después capital de España. Era un camino polvoriento y lleno de baches, entre tierras de labrantío y algún que otro pinar, robledal o encinar, con algún mesón o venta en descampado, para amparo y descanso de viajeros y acémilas. Los reyes irían en carro tirado por mulas, con el debido acompañamiento de caballeros y servidumbre. La primera detención del cortejo real fue en Arévalo, donde hallábase sumida en penumbrosa melancolía la reina madre, es decir, doña Isabel, viuda del serenísimo señor don Juan II de Castilla, acompañada de la que fue ama del príncipe, ambas recluidas en la fortaleza arevalense, asentada en el espolón norteño de la loma, donde engalga su caserío la Ciudad ilustre, bien encrestada de torreones y campanarios, sobre la altura mallar y descarnada, en cuyo fondo de alamedas y verguillas, el breve caudal del Arevalillo se entrega de lleno en la corriente del Adaja, que viene de Ávila y va a tierras de Olmedo, para morir, poco después, en el propio Duero, no sin antes decir el río más castellano:
«YO soy el Duero
que de todas las aguas bebo,
menos del Adaja,
que me ataja.»
Refiere el historiador Fernández de Oviedo, al tratar de este viaje, que «en el trayecto de Medina a Arévalo fue tan asfixiante el calor y tan escasa la previsión de los aposentadores, que dos mozos de espuelas y un negro de la servidumbre del mayordomo mayor de la reina se abrasaron de sed en el camino.» Mucha y fuerte canícula sería aquella para producir tan graves males, y eso que no había finalizado aún el mes de junio, que no es, ni mucho menos, el mes más fuerte de calor en Castilla, sino de Virgen a Virgen, es decir, de mediados de julio a la mitad de agosto.
El príncipe celebró en Arévalo su onomástica de aquel año, y para festejarle, y sabiendo los gustos y aficiones del que había venido al mundo en Sevilla y hacía honor a su nacimiento, se organizó una corrida de novillos en la Plaza Mayor de la Villa, al amparo del ábside románico de Santa María la Mayor, las Casas Consistoriales, las torres gemelas de San Martín y tres lados de soportales corridos, sobre los cuales sacaban el pecho, bien alineadas, casas de hidalgos, labradores y artesanos, fieles súbditos unos y otros de la reina madrileña, rosada como el alba, con cabellos del color de los trigales maduros y unos ojos entre celestes y marinos, que reflejaban miradas rientes y triunfadoras.
Al dar cuenta de esta novedad, un testigo de la época refiere que los toros eran de Camposquillo y muy bravos, y que dieron muerte a dos lidiadores y a tres o cuatro caballos.
Como en esta plaza arevalense de la Villa se celebraron novilladas hasta finales del siglo pasado, trasladándose después el Coso taurino a la plaza del Real, y posteriormente a la del Arrabal, que es donde hoy todavía tienen lugar durante la feria de junio, merece la pena señalar las pocas corridas dadas en el campo de los Descalzos, y si, en cambio, lamentar la desaparición de la Plaza de toros que frente al antiguo parador y antes convento de San Francisco, evitó durante algunas anualidades el espectáculo duro y cruel de las capeas, aunque, por otra parte, sea un exponente sintomático de los desbarajustes singulares de nuestra raza, suponemos que el toril estaría en la plaza anexa, desde donde desciende el callejón que va a dar al matadero, y que el encierro iría por San Martín y San Nicolás, o bien, desviando las reses por San Miguel.
Lo cierto es que Isabel la Católica, al ver aquellas desgracias, donde perdieron la vida personas y animales, «sintió muda pena de ellos». Y según el historiador, «y quedando congojada, de allí a pocos días, mandó correr otros toros en la misma Arévalo, para ver si sería provechoso lo que tenía pensado. Mandó que a los toros, en el corral, les encajasen o calzasen otros cuernos de bueyes muertos, y que así puestos se los clavasen, para que no se les pudiesen caer los postizos, y como los injertos volvían los extremos y puntas de ellos sobre las espaldas del toro, no podían herir a ningún caballo ni peón, aunque les alcanzasen, sino darles de lleno, y no hacerles otro mal.»
El duque de Maure, que también se ocupa de este singular episodio en su obra «El príncipe que murió de amor», muy digna, por lo bien escrita, de alabanza, añade que la parodia taurina debió de contrariar sobremanera a don Juan, harto mortificado ya por la ausencia de Juana de la Torre, su ama.
De lo que uno no está muy seguro es de que algún lector, reparando con cierto detenimiento en el truco que doña Isabel la Católica inventó para esta corrida en Arévaio, dándose una palmada en la frente, no diga con rebote estimulante: «iCuernos! iDoña Isabel era un genio precursor.
¿Por que no se nos ocurre ahora, que tanto hablamos y pensamos para hacer cada vez más inofensivos a los toros, encajarles cuernos en los suyos propios de bueyes muertos en el matadeo municipal?
Cierto que el heredero de la corona de Castilla y Aragón sintió mucho malestar con semejante
farsa, y que, bajo su palio de seda y oro, que sombrearia la balconada de su palco, al lado de los reyes, sus padres, y entre duques, condes y grandes señores, caballeros y damas, dando frente a la masa popular aglomerada en ventanales
balconcillos y tablados sentiria fuertes y briosos deseos de proclamar a gritos la condenación de aquella majiganga. Pero si lo pensamos con algún detenimiento, hogaño no tendria muchos detractores de esta calidad la parodia arevalense, y más de cuatro lidiadores saltarian gozosos ante la posibilidad de acatar y poner en práctica aquella idea de la mas fiel y mejor soberana que gobernó España, a la que dio tanta honra y provecho.
Publicación dedicada a nuestros amigos Jose Antonio Cesteros y Marcelino de Castro por apoyar siempre nuestras publicaciones.